Cada 18 de agosto, a las diez menos cuarto de la noche, la ciudad se sumerge mágicamente en un espesa neblina que se expande en el tiempo y la memoria hasta el lugar y la hora en que se produjo aquella fatídica explosión. Ocurre una y otra vez, no sabemos cómo ni por qué, ni qué energía nos transporta; pero apenas cerramos los ojos y ya estamos de nuevo allí, en aquel caluroso lunes de 1947, sentados en la puerta de las casas, conversando en voz baja, esperando una leve brisa de aire que nos devuelva el día. En San Fernando, sobre una de sus aceras, Emilio Charlo hablaba con su hija frente al portal de su casa al son lejano de la marea, con la brisa y el torrente de los caños inundando los esteros. Pero no podía ser perfecto. A lo lejos, dos inmensos resplandores iluminaron la bahía seguidos de un sonido atronador que le sobrecogió el corazón. «¡Los polvorines de Fadricas!», pensó. Y como una exhalación se subió a la azotea para cerciorarse de lo que pudiera haber sido. Pero Fadricas seguía ahí, en pie, envuelta en su plácida penumbra vespertina. Era Cádiz la que se veía encendida como un hierro candente.
En una reacción mecánica o quizá aprendida, vicios de la pasada guerra, se vistió con sus prendas militares y, al igual que harían otros muchos compañeros del Tercio del Sur, se presentó ante las puertas del cuartel, donde les recibieron apurados el Ayudante Mayor, Manuel de Pando, y el oficial de guardia que por casualidad era su amigo y camarada del mismo rango, alférez Marcos Fernández. A la Capitanía General llegaron por caminos diferentes los comandantes Francisco García Ráez y Antonio Martín Giorla, a los que el estruendo les sorprendió vestidos de paisano. Intentaban recabar información del Estado Mayor sobre lo sucedido y, como temían, las noticias no eran buenas. El almirante Escrigas acababa de telefonear al coronel Vicente de Juan con la orden inmediata de preparar la fuerza que en breve sería recogida por los camiones. Aunque desconocían los detalles, el asunto era grave y había que disponerlo todo para mandar a Cádiz rápidamente el mayor contingente de auxilios posibles y en particular la sección contraincendios, sin olvidar la motobomba y los demás elementos de extinción. Cádiz necesita agua, ¡agua!
Con esa idea metida en la cabeza, García Ráez y Giorla partieron deprisa hacia sus hogares para ponerse el uniforme militar. Apretando el paso por las calles de la Isla quiso la suerte que se toparan en dirección contraria con uno de los oficiales de Defensa Pasiva, el teniente Miguel Montáñez, que se dirigía también a Capitanía a lo mismo que los anteriores. Pero ya no sería necesario. Informado por sus superiores, le encargan ir a la casa del capitán José Aparicio para que acudiera inmediatamente a La Carraca a preparar su unidad para una salida inmediata. Había que alistar al personal de la compañía, montar la motobomba en un remolque, reunir todos los medios de extinción y cargar el material de desescombros. Sin embargo, el capitán Aparicio ya había partido hacia La Carraca donde coincidió en tiempo de llegada con el teniente coronel Antonio Ristori, el capitán Domingo Espejo, el teniente Victoriano Bageces, el teniente Aragón y el propio alférez Emilio Charlo. Solo faltaba que asomaran los vehículos que se habían reclamado urgentemente al Parque de Automovilismo. Los soldados de la primera compañía de Defensa Pasiva estaban reunidos en el almacén. Entre cuatro paredes se les explicó lo poco que se sabía del lugar al que había que acudir y del estado en el que se lo iban a encontrar, enmudecidos por la calma tensa que precede siempre a una batalla, se gane o se pierda. La espera se fue convirtiendo en agonía. ¿Dónde estarán los dichosos camiones? ¡Una hora y media y todavía no han aparecido! Hasta que por fin el ruido de sus motores se empezó a escuchar cada vez más fuerte por la carretera del arsenal.
La silueta de la pesada motobomba llevaba un gran rato fuera del almacén, esperando en el patio dispuesta para el traslado. Cuando a las once y cuarto los camiones se alinean delante del almacén de pertrechos, los nervios y las maldiciones calientan algunas bocas. Ni están todos los camiones que se necesitan por falta de conductores, ni ninguno reúne condiciones adecuadas para remolcar la motobomba. La única solución es subirla a pulso sobre la caja de uno de los vehículos; pero la condenada motobomba pesaba nada menos que seiscientos kilos. ¡Bastante tenían ya con que no dispusieran de camiones nodriza ni de cubas como para un esfuerzo de locos! Sin embargo, la máquina empezó a despegarse del suelo y a pesar de la complejidad de la maniobra lograron introducirla en el interior. Luego habrá que apañárselas para buscar un punto de abastecimiento en el lugar del siniestro.
A las once y diez el primer contingente salió en dirección hacia la calle Real donde a la altura de Capitanía les esperaba no sin síntomas de cierta desesperación Vicente de Juan y García Ráez. Ambos se subieron a la columna. Sin embargo, los problemas persistían. Tras la breve parada, el camión que transportaba la motobomba se paró repentinamente a la altura de la Iglesia Mayor. ¡Lo que faltaba! Parecía un problema eléctrico, pero la ayuda no podía esperar ni un segundo más. Vicente de Juan, Ristori, Giorla y García Ráez prosiguieron su ruta hacia Cádiz y ordenaron al capitán Aparicio que se incorporase a las labores de rescate tan pronto como quedara resuelta la avería. Así que sin más recursos que los hombres se adentraron por un camino de sombras hacia lo que imaginaban un campo de batalla. Traspasan el castillo de Cortadura, se internan por la avenida principal, dejan a un lado la plaza Helio y Telegrafía, también el Hotel Playa y sin embargo no encuentran signos evidentes de destrucción. Nadie les detiene. Hasta que llegan a la altura del chalet de Varela no detiene su marcha un jefe de la Guardia Civil, que ha recibido órdenes del Almirante. No era Escrigas al que se refería sino el propio capitán general Rafael Estrada, que a esas horas trepaba a oscuras sobre los escombros de la Base de Defensas Submarinas en compañía del jefe de la base, Miguel Ángel García Agulló, y del pobre oficial de guardia que había recibido el impacto de la explosión: Leonardo Garófano. Había que evacuar la zona y retirarse a la playa hasta que el peligro de una segunda explosión desapareciese. Allí quedaba Pascual Pery batallando con las llamas cerca de las minas del segundo almacén, intentando evitar otra tragedia con la ayuda de un grupo de marineros.
El coronel De Juan, sin poder confirmar estas órdenes, hizo que sus hombres descendiesen de los camiones y se pusieran a cubierto detrás de la plaza de toros, sobre las arenas de la playa, en posición de cuerpo a tierra. Vacíos los camiones, dos de ellos se vuelven a San Fernando: el primero a traer urgentemente la motobomba y el otro a por material de desescombros. Mientras tanto, De Juan, Ristori, Giorla y García Ráez retroceden hasta los cuarteles del Regimiento de Infantería donde aparece también el capitán médico Pérez Pujazón indicándoles lo que ya sabían, que la Guardia Civil les había ordenado abandonar los aledaños del almacén de minas que estaba a punto de explotar. Junto al médico se podía ver como si fuera una imagen espectral la figura de seis marineros de Defensas Submarinas, agotados y con el semblante horrorizado, y con los pies medio descalzos de pisotear escombros candentes en su huida desesperada. Tocaba aguardar la llegada del material y encontrar al vicealmirante Fausto Escrigas para proseguir con la actuación. Antonio Ristori fue el encargado de localizar al vicealmirante primero en la Comandancia General y luego en el Ayuntamiento, donde por fin alcanza a verle en compañía del alcalde Francisco Sánchez Cossío. Los minutos pasaban tan deprisa que las piernas parecían de plomo.
En torno a la media noche, en San Fernando han conseguido arrancar el camión de la motobomba y ya ha salido de camino a Cádiz sin luces de alumbrado. Tienen que circular muy despacio y con mucho cuidado para no salirse de la carretera ni estrellarse con los coches que han podido salir huyendo de la capital. Por delante les guía una segunda compañía del Tercio al frente de la cual llegará uno de los grandes héroes de la noche, el teniente Aragón, junto a los capitanes Domingo Espejo y Alejandro Anguiano, el teniente Victoriano Bageces, y el alférez Charlo, al que le habían encargado el mando de la tercera sección.
Conducirá el camión otro capitán, Jesús Pajarero, el único que disponía de carnet de conducir. Así andaban las cosas. Pero un control de la Guardia Civil instalado a trescientos metros de la primera compañía les obliga a detenerse de nuevo. Les repiten lo mismo que a la anterior: avanzar más es peligroso. La orden de alejarse de la zona estaba siendo un auténtico desastre. Pajarero y Anguiano se adelantaron solos, dejando a su compañía atrás, sin conductor, para recorrer andando aquellos absurdos trescientos metros que les separaban del coronel y de las órdenes.
En San Juan de Dios, Escrigas le explica a Ristori que todo es un malentendido y que la fuerza acuda al epicentro de la explosión. ¡Allí necesitan ayuda¡, !rápido! Hay que restablecer el servicio. Y Ristori regresa al encuentro del coronel para iniciar de una vez por todas la misión. A esas horas, el camión de la motobomba, donde venían rezagados el capitán José Aparicio y el teniente Montáñez, avanzaba por la avenida al encuentro de sus compañeros del Tercio, que levantándose de las arenas de la playa se subieron de nuevo a los camiones y empezaron a entrar en fila hacia la Base de Defensas Submarinas y la calle Tolosa Latour. El comandante García Ráez era el único que quedaba atrás al mando de diez hombres para encargarse de regular el tráfico de la avenida y establecer un parque de ambulancias, coches, autobuses y camiones en la explanada de la plaza de toros. Desde allí, a requerimiento del teniente coronel Ristori, se irían enviando vehículos a la zona más castigada por la catástrofe a fin de evacuar a los heridos y los cadáveres que se iban a encontrar entre los edificios siniestrados. En pocos momentos llegaron a reunir no menos de ciento cincuenta vehículos de todas clases que se relevaban con otros que se detenían, o bien eran requisados o se prestaban a colaborar voluntariamente, evitando embotellamientos y accidentes por los coches que circulaban a toda velocidad. La empresa de autobuses Comes puso sus vehículos a disposición de García Ráez, presentándose allí uno de sus directivos que instruyó a sus chóferes para que no se interrumpiera el servicio en ningún momento. La noche trágica no había hecho más que comenzar.
Ante las puertas de la Base de Defensas Submarinas, el teniente coronel Antonio Ristori encomendó a una sección vigilar los puntos estratégicos y controlar los accesos a la base siniestrada, disponiendo de otra para las labores de desescombro de los edificios. El capitán Aparicio dejó a cargo de su compañero Anguiano localizar algún aljibe de donde extraer el agua para la motobomba y por fortuna lo encontraron junto a las ruinas del Instituto Hidrográfico, en lo que había sido hasta ese día un jardín situado cerca del segundo almacén de minas. Entre las carcasas aún intactas ardían restos de estopa y trozos de madera. Los rescoldos humeantes que había dejado Pery después de arrojar tierra y piedras sobre las llamas solo necesitaban un refresco. Ahora quedaba poder acercar hasta allí el camión que llevaba la motobomba, para lo que tuvieron que limpiar un camino repleto de piedras y cascotes. Fue el primer trabajo que realizó aquella noche la brigada de desescombros, localizando el sitio y la tapa que cubría el aljibe. Dentro del agujero destellaban bajo la escasa luz exterior las ciento quince toneladas de agua que había allí almacenadas.
Montáñez y el brigada Antonio Alcalde se encargaron de la sección contraincendios y, despejado un pasillo, el camión de la motobomba se acercó despacio hasta el lugar de toma. De nuevo en brazos descargaron el pesado mastodonte y una vez en el suelo conectaron las dos mangueras de cincuenta metros cada una que se habían subido también al camión. Al primer giro del rotor, la motobomba se puso en marcha con la precisión de un reloj. ¡Rum, rum, rum, rum…! Rápida y perfecta. No quedaba tiempo ni para abrazarse de la emoción. El esfuerzo de desplazar aquella bestia de hierro sobre los brazos había sido insufrible. Con una de las mangas los infantes de marina lanzaron los primeros disparos de agua mezclada con emulsor sobre las cuatrocientas noventa y una minas alemanas que a pesar de la deflagración recibida no habían llegado a explosionar. Y casi al instante, las llamas y los rescoldos incandescentes de la metralla que resplandecían entre las boyas y los sumergidores se fueron viniendo abajo. El teniente Aragón, siguiendo las indicaciones del capitán de fragata Miguel Ángel García Agulló, dirigía la maniobra y fue el primero en extender las mangueras hasta los focos de incendio. Era un hombre apasionado, incansable, sin dejar de moverse de un lado a otro arengando a sus hombres, infundiéndoles ánimo, alimentando el coraje de la tropa. A cincuenta metros a la derecha, dentro de un garaje, el coche oficial del Director de Instituto también estaba siendo devorado por el fuego muy cerca del almacén de minas y de un depósito de combustible que albergaba mil quinientos litros de gasolina. De alcanzarlo, las consecuencias podían ser mucho peores. Pero con la segunda manguera y soportando a duras penas el calor que emanaba el combustible inflamado del tanque del vehículo, lograron extinguirlo después de arrojar sobre él sesenta toneladas de agua durante la media hora que costó apagarlo.
Recogidas las mangueras y cesado el ruido de la motobomba, los soldados de la brigada de extinción repasaron cada rincón de la Base, del Instituto Hidrográfico, de la Residencia de Oficiales, buscando y auxiliando a los heridos; y allí, bajo una piedra, apareció el cuerpo yacente del teniente auditor Gabriel Squella. La calle Tolosa Latour y las familias que se hallan sepultadas bajo los escombros son ahora el centro de atención. El teniente Aragón, incansable, reúne a su escuadra y salen a la calle a unirse a la compañía del capitán Espejo, que desde que descendieron de los camiones no habían parado de retirar piedras de todas partes, custodiando y vigilando los chalets derruidos para evitar los saqueos y despojos de gente miserable como aquella que en los primeros minutos de confusión apartaron el cuerpo de Margarita Martínez para seguir robando en su casa; o los que se llevaron los azulejos de colores de los chalets de Bahía Blanca. Con la llegada de la Infantería de Marina y de la Guardia Civil acabó el pillaje. El grupo que acompañaba al alférez Charlo se afanó en la extracción de los miembros de familias enteras que habitaban en aquel lugar, unos con vida y otros no, a veces sin ningún superviviente, como la familia Palacios, donde por una cuestión de minutos ni siquiera la pequeña Inmaculada pudo salvarse. O quizá la muerte estaba de todos modos escrita para ella, donde fuera que estuviese, con sus padres o en la casa de su vecina, la familia Salinas, donde todos sobrevivieron a pesar de vivir enfrente.
Sobre los restos de la Casa Cuna otra vez se vio trepando al teniente Aragón, que sin tener alas volaba con sus hombres de un sitio a otro como movido por un rayo. En la primera planta, desaparecida tras la explosión, sin techos ni paredes porque todo se había convertido en un amasijo de vigas y ladrillos desplomados sobre las cunas, estaban subidos los marineros del CIM entre los que destacaban el capitán de fragata Manuel Lahera y el teniente Peláez. Hasta la banda de música había venido a socorrer a los niños, algunos de los cuales parecían dormidos ajenos al dolor que reinaba a su alrededor. Manuel Martí, un trompetista de Moncófar, formaba parte de la cadena humana en la que también estaba su amigo y compañero Tomás Breva sacando en brazos a los huérfanos de lo que había sido su único hogar, cubiertos de polvo, como si estuvieran enharinados. Para poder mirar bien entre los escombros llegó un potente reflector a bordo de un camión sobre una calle despejada por la brigada de desescombros, que seguía trabajando a destajo para liberar las vías de acceso. Con lámparas autónomas de mano revisaron todo piedra a piedra, resquicio a resquicio, salvando a varias personas con vida de los edificios de alrededor. Y así hasta la mañana siguiente.
El infatigable teniente Aragón se volvió al taller donde dormitaban las minas submarinas que ya no iban a explotar y, con el cabo Antonio Coder, retiraron las pavesas que aún centelleaban entre los estrechos pasillos del segundo polvorín. Al amanecer, la tropa del Tercio del Sur continuaba faenando sin resuello entre la silueta de un paisaje de destrucción que poco a poco fueron desvelando los somnolientos haces de luz del sol naciente. Diez de la mañana y no habrá desayuno para los hombres. El alcalde repartió botellas de coñac a los jefes del Tercio para sustituir la falta de alimento. Los vehículos que quedaban en el punto controlado por García Ráez se trasladaron a la avenida principal, cerca de las Defensas Submarinas, y los coches particulares se marcharon a sus casas con sus legítimos propietarios. Los Comes volvieron a cubrir sus líneas regulares y las primeras compañías de la Infantería de Marina se retiraron a sus cuarteles de San Fernando tras la llegada del relevo.
El 11 de septiembre de 1947, desde Madrid, el General Inspector de Infantería de Marina, ajeno a una actuación inolvidable de las compañías del Tercio del Sur, remitió una carta al coronel Vicente de Juan que se expresaba por sí sola. ¿Dónde estaba el Tercio del Sur? En ABC había salido publicado un artículo en el que el almirante Estrada elevaba un canto en honor a sus marineros del Cuartel de Instrucción de Marinería. Y no era para menos. Las propuestas de recompensa para oficiales del cuerpo general y para la propia marinería, también para el Ejército, no paraban de llegar al Estado Mayor. «¿Es que no ha asistido nadie del Tercio a esos trabajos de auxilio, puesto que nadie lo cita? Le ruego me haga una sucinta relación de los hechos, sin comentarios, para saber a ciencia cierta lo ocurrido». Ahora, 18 de agosto de 2017, setenta años después de la Explosión, señor General Inspector de Infantería de Marina, aquí tiene usted la respuesta.
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