El traje de la Explosión

“Anda, Lili, acuesta ya a los niños. Están dormiditos”. Y Petronila, animada por la cocinera, cogió en sus brazos a Rosarito y a Fernando y los llevó del sofá al dormitorio de la casa de los Bedoya, que habían aprovechado el atardecer para salir juntos al cine y disfrutar de aquel apacible lunes de agosto.

La noche se fue vistiendo de fiesta, con las jovencitas preparando sus vestidos y la música de las orquestas a punto de sonar en el Hotel Playa y el Cortijo de los Rosales. Antonio Machín, que como todos los años pasaba unos días en Cádiz alojado en el Francia y París, había salido a hacer un recado por las calles del centro, en esta ocasión sin la compañía de su mujer, Isabelita, a la que raras veces solía dejar sola arriba en la habitación. Isabel era la flor más perfumada que había sembrada en el jardín de sus amores, como decía en un bolero. El joven botones Antonio Espeleta fue testigo de ese amor hasta el último día en que muchos años después coincidiera con él por última vez en su vida, en un fortuito viaje a Galicia: “¡Qué alegría, mi niño! ¡Qué gusto verlo! ¿Tienes entradas para mi concierto de hoy?”. Para entonces, Espeleta estaba casado, tenía casi treinta años y trabajaba como cajero de banco; pero para Machín seguía siendo el joven botones del Francia y París.

En la Casa Cuna los pequeños huérfanos habían entornado los ojos y comenzaban sus sueños infantiles. Las monjas y las sirvientas dormían cerca de ellos. En los techos, sobre sus cunitas, el artista mudo Ramón Rivero les pintaba dibujos de Walt Disney para llenar el espacio de imágenes alegres. Pobre Ramón; sufría tanto con aquellos niños huérfanos, que cada vez que le daban la noticia de que había muerto alguno volvía a su casa con los pómulos enrojecidos, harto de llorar.

En la calle Buenos Aires, esquina con Enrique de las Marinas, a la misma altura de donde estuvo en su tiempo la Tintorería Francesa, Radio Falange emitía su programa radiofónico desde la sede del Frente de Juventudes. Muy cerca de allí, la joven Consuelo Brun, la que más tarde se convertiría en la dueña de La Camelia tras su boda con Antonio Gamero, se lamentaba de no poder asistir al baile del Hotel Playa, cumpliendo con resignación el castigo de su madre, a la que seguía sin gustarle el hombre que por entonces era su novio. Así lo recuerda su sobrina Rosario Babot, quien aun siendo muy pequeña no ha olvidado jamás el vestido de color cardenal con cintitas blancas con el que salió a pasear con ella aquella noche por la plaza de Mina, montada en su bonito triciclo.

Cuando sobrevino la Explosión el cielo entero se encendió y el callejón del Tinte se convirtió en una verdadera bola de fuego. El triciclo de Charito Babot desapareció de su vista y la niña no paró de llorar al pensar que otro niño se lo había robado. De pronto, un desconocido la puso a salvo dentro de una casapuerta y allí se quedó esperando enmudecida a que alguien viniese a recogerla, paralizada, viendo pasar los coches a toda prisa y sus ruedas pinchadas al pisar los cristales que llovían de los balcones. Todo a su alrededor era como una película en blanco y negro menos aquel vestidito cardenal con cintitas blancas al que siempre llamó “el traje de la Explosión”.

A la niña tardaron en encontrarla en la oscuridad de aquel portal. La delató precisamente el color de su traje, porque durante algunos días no volvió a pronunciar ni una sola palabra. Había enmudecido como el bueno de Ramón Rivero, pero lo vio todo. Vio a los vecinos asomados a través de los cierros desvencijados y a los camiones y coches cargados de heridos dirigiéndose a los hospitales y a la sede de Radio Falange, convertida improvisadamente en casa de socorro. Por allí pasaron también los niños de la Casa Cuna, a bordo de transportes militares, en dirección hacia el Hogar de la Milagrosa, sin ropas ni zapatos. Todo se quedó bajo los escombros de San Severiano, incluso el cuerpo de la niña llamada Isabel Caña, a la que Consuelo Iglesias, ahijada de Rafael de la Viesca, vio extraer de las ruinas del Sanatorio Madre de Dios destino al cementerio, donde enterraron su cuerpo sin nombre. En el chalé “San José”, la joven Lili y los dos hijos de los Bedoya yacían muertos también bajo los escombros del dormitorio.

Uno de los asistentes a la fiesta musical del Hotel Playa se había tirado por la terraza de su habitación y, desde la distancia, Consuelo Brun se santificó por haberse perdido aquel baile, que parecía maldecido. A Machín, el estallido le sorprendió cerca del Palillero y no dejó de correr hasta que llegó a la puerta del hotel, donde Antonio Espeleta le vio entrar descompuesto preguntando como loco por Isabelita. “Su mujer está bien y está arriba, solo se han caído los cristales”. El cubano no cantaría esa noche en los Rosales ni “El manisero”, “Mira que eres linda”, ni “Dos gardenias”. Esa semana se dedicó a acompañar a su querido amigo Tallafé a buscar por los hospitales a su hija Mari Carmen, herida en la taquilla del cine Gades, y a colaborar en lo que pudiese con el empresario Martín de Mora, pensando ya en un concierto benéfico para los damnificados de la catástrofe.

Imborrable fue el momento en que el general Varela, a bordo de un coche descapotable por aquella calle Ancha con olor a confitería, arengaba a la población, megáfono en mano, a recuperarse de la espantosa herida. “¡Arriba el ánimo, gaditanos! ¡Arriba! ¡No os rindáis! ¡Juntos saldremos de este miserable desastre!”. Solo le faltó tirarse en paracaídas sobre las ruinas de la ciudad si su avión, procedente de Tetuán a los mandos del comandante Leite, no hubiera podido aterrizar en el aeropuerto de La Parra. Y lo habría hecho sin duda, al igual que no le importó llegar a las manos con el ministro de Marina en los patios del cementerio de San José, gritándole cabrón: “¡Que no es para tanto, señor Ministro!”.

El tiempo pasa, sí; pero el recuerdo de la Explosión no se lo llevará nunca más el viento ni el olvido, aunque solo nos vaya dejando algunos retales de memoria, como aquel vestido color cardenal con cintitas blancas de Charito Babot.

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