José Moreno Rodríguez y la Explosión de Cádiz

Muchas fueron las teorías conspiratorias que rodearon la catástrofe de Cádiz de 1947, hasta que en 2009 descubrimos finalmente que la verdadera causa de la tragedia tuvo un origen accidental, tal como había sido advertido en no pocas ocasiones por autoridades civiles y expertos militares desde que se iniciara el acopio de armas submarinas en unas instalaciones a todas luces inadecuadas a finales de 1942. La descomposición por calor de la nitrocelulosa contenida en una partida de cargas de profundidad alemanas del modelo WBD, depositadas en la Base de Defensas Submarinas seguramente por algún buque italiano antes de entregarse al ejército aliado en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, provocó la reacción en cadena de 200 toneladas de alto explosivo con las consecuencias que todos conocemos.

Sin embargo, a pesar de la evidente negligencia, la posibilidad de que se tratase de un atentado organizado por los elementos contrarios al Régimen saltó desde los primeros instantes en boca de muchos delatores que nunca aportaron mayor argumento que simples insinuaciones relacionadas con comportamientos sospechosos de personas dentro y fuera del país; entre ellas, una enigmática reunión de tres judíos en Berna, la compra de unos dispositivos de retardo en Milán, una embarcación gasolinera que caboteó a toda prisa las aguas de la bahía de Cádiz en mitad de la noche del siniestro, y la enigmática rusa Larisa, agente del contraespionaje ruso y casada con un militar español, con conexiones con el Socorro Rojo del Campo de Gibraltar. Ninguna tuvo nada que ver con la Explosión de Cádiz; pero hay que reconocer que si alguna de estas acusaciones tuvo visos de prosperar fue sin duda la relacionada con un vecino de San Fernando llamado José Moreno Rodríguez. Mientras este joven isleño, requeté y voluntario de la Galubaya Divisia, permanecía prisionero y hacinado en un gulag de Jarvov, alguien a quien debió conocer muy bien en el frente de combate y con quien debió compartir numerosas confidencias sobre su familia y su tierra natal, se dedicó a suplantar su identidad para unirse a la guerrilla anarquista, atravesando la geografía española envuelto en numerosas vicisitudes, hasta detectarse por última vez su presencia en la Isla de León en los días inmediatamente posteriores a la catástrofe. Esta inesperada «casualidad» fue la que alimentó la creencia de un posible atentado antifranquista, aunque el paso del tiempo y el hallazgo de documentos secretos que se consideraban perdidos han hecho evaporarse definitivamente esta hipótesis. El historiador gaditano Miguel García Díaz narró con todo detalle la historia de esta suplantación en su magnífico libro 25 Historias de Cádiz (2006) y que está disponible para su lectura en la web El Güichi de Carlos. Sin embargo, esto que parece una novela de intriga basada en los recuerdos del propio José Moreno y su familia, tiene su continuidad y definitivo esclarecimiento en los registros policiales que a fecha de hoy se custodian entre San Fernando, Cádiz y Madrid. Gracias a ellos, la verdad se revela ahora de una manera muy diferente.

Ocurrida la Explosión de Cádiz en la noche del 18 de agosto de 1947 y abierta la causa judicial que investigó el siniestro, José Cercera Tribout, jefe del Estado Mayor del Departamento Marítimo de Cádiz, tuvo conocimiento de que a principios de 1947 había sido detenido por la policía de San Fernando el miembro de una cuadrilla que operaba en la sierra y que el 20 de agosto, dos días después de la voladura del polvorín, pernoctó de nuevo en el Hotel Correos, desapareciendo desde aquel día. La maquinaria judicial se puso entonces en marcha, solicitando el juez instructor al inspector jefe de la Comisaría de Policía de San Fernando, Miguel Ruiz Martínez, cuantas informaciones constaran en su unidad al orden de conocer la veracidad de estas afirmaciones. Y, en efecto, así se hizo.

En los informes policiales constaba que, en la Navidad de 1946, un siniestro personaje apoyado por los núcleos de resistencia antifascista de Málaga había llegado a San Fernando oculto bajo la falsa identidad de un viejo amigo: José Moreno Rodríguez. De ser verdad su relato ―ya que de todo cuanto dijo fue difícil discernir la verdad de la mentira―, le acompañaba una antigua prostituta con la que mantenía una relación de pareja, llamada Sara Agra Gudin. Ambos habrían contado con la ayuda local de un correligionario apodado el Pulgoso, un tal Galvín, Rafael Caro y un hijo de Pepe el Pelao. Atrás quedaron los tiroteos con la Guardia Civil, los asaltos a comercios, la extorsiones a propietarios de negocios, el reparto de panfletos propagandísticos y una larga lista de delitos. Ahora, recién llegado a San Fernando y desvinculado de la guerrilla, tocaba buscarse la vida con las escasas doscientas pesetas que le había entregado Rafael Caro como único medio de subsistencia. Con ese dinero se montó en un taxi y puso rumbo a Torregorda, donde se hospedó por unos días en el mesón El Castillo. Así fue como contactó con la familia del verdadero José Moreno Rodríguez y se apoderó de su personalidad, aunque no sabemos bien con qué propósito. Su «hermano» Antonio lo sacó de la pensión de Torregorda y se lo llevó a vivir con él a su casa de la calle Constructora Naval, donde estuvo alojado hasta el 9 de febrero de 1947.

Durante ese mes y medio que estuvo merodeando por las calles de San Fernando sin un destino claro, a las manos de la policía llegaba una notificación de la Brigada de Información de Cádiz señalando que ciertos elementos terroristas procedentes de Francia se habían introducido en la provincia y que uno de ellos era o se hacía pasar por sobrino de una familia de esta localidad, con el nombre de José Moreno. Se trataba de un varón de estatura regular, complexión fuerte, boina, pantalón caqui, cazadora sin cinturón, cicatriz en la frente paralela a las cejas y otra más bajo un pómulo. El inspector Nicomedes Santos fue el encargado de localizar su paradero, logrando averiguar que el peligroso insurgente residía en el núm. 13 de la mencionada calle Constructora Naval: el domicilio de Antonio Moreno. Frente a él montaron un férreo dispositivo de vigilancia del que formaron parte los inspectores Joaquín Razola Olivo, Sebastián Benítez Vega, el propio Nicomedes Santos Luis, y los agentes Luis Macías Soto,  Salvador de Castro Palomino, Vicente Díaz Íñiguez, Celestino Álvarez Rodríguez y Juan Antonio Ortiz Fernández. Estos ocho hombres se apostaron en las proximidades de la casa durante la noche del ocho al nueve de febrero, hasta que hacia las siete de la mañana penetraron en el interior procediendo a la detención del reclamado. El minucioso registro a la que fue sometida la vivienda no dio ningún otro resultado, pues no encontraron armas o documentos que probasen las actividades ilícitas a las que parecía dedicarse. Le sacaron de la casa y lo condujeron hasta la comisaría, donde le sometieron a un severo interrogatorio con el fin de esclarecer su filiación, negando por fin llamarse José Moreno Rodríguez, cuya identidad había usurpado, sino Benjamín García Álvarez, de veintiséis años de edad, soltero, hijo de Luis y de Agustina, de profesión barbero, natural de Proaza y con residencia en Oviedo, donde su madre, viuda y trabajadora de la Fábrica de Armas, vivía en la calle Covadonga, núm. 22. Lo confesó todo; pero esta respuesta no convenció a la policía, en cuyos informes figuraba el nombre de José Moreno Rodríguez, pero no el de ningún Benjamín García Álvarez. Y así lo confirmó su supuesto hermano Antonio, quien tras haber presenciado la detención le había acompañado hasta la jefatura, donde se reafirmó en que, en efecto, aquel era su verdadero hermano José y no ningún Benjamín, como había dicho llamarse. La respuesta de Antonio complicaba aún más las cosas, pues, aunque daba la razón a los agentes, entraba en contradicción con el detenido, que ante unos decía llamarse José Moreno y ante otros Benjamín García. La única forma que hallaron de corroborar el testimonio de Antonio era convocando a los demás hermanos para participar en su reconocimiento. Una vez personados allí, Pedro, Leopoldo y Carmen debieron mostrar algún tipo de reticencias, lo que obligó a tener que afeitarle el bigote. De esta manera pudieron identificar al individuo en cuestión como a su verdadero hermano José, a quien creyeron desaparecido en el frente ruso combatiendo con la División Azul. Ante esta paradójica situación, el procesado decidió cambiar de estrategia y aprovechar la corriente a su favor confesando que en efecto se llamaba José Moreno Rodríguez, de veintisiete años y no veintiséis, como había dicho en un principio. La primera parte del interrogatorio quedaba así, de momento, finiquitada. Pero ahí no acabó la cosa.

El detenido fue ingresado en la prevención municipal bajo la acusación de «supuestas actividades terroríficas»; y el 18 de febrero siguiente, a las diez de la noche, fue trasladado a la prevención civil de Cádiz, tras pasar a disposición de la Dirección General de Seguridad. Una vez aquí, la Comisaría de Cádiz llevó a cabo nuevas averiguaciones que acabaron por desmentir lo inicialmente afirmado por los compañeros de San Fernando y los hermanos Moreno Rodríguez, y cuyo resultado quedó reflejado en un escrito remitido por el Comisario de Cádiz el 21 de febrero al Gobernador Civil de la provincia:

«Contestando a su escrito fecha 18 del actual, referencia del margen, relativo a la detención del individuo llamado José Moreno Rodríguez, tengo el honor de participar a V.E. que en principio creyeron en la Inspección del Cuerpo General de Policía de San Fernando, donde había sido llevado a efecto el servicio, que el individuo detenido era el antes reseñado; pero practicadas gestiones por el Comisario firmante y funcionarios de esta plantilla, ha podido comprobarse no se trataba de dicho individuo sino de otro llamado BENJAMÍN GARCÍA ÁLVAREZ, (a) El Pocholo, nacido en Proaza (Oviedo) el 24 de abril de 1921, hijo de Luis y Agustina, soltero. Este individuo, delincuente habitual contra la propiedad como lo demuestran los innumerables antecedentes que en este sentido posee, ha tenido, sí, contacto, pero muy superficial, con los huidos de la sierra, no solo con los de esta zona, sino también   con los de otras regiones, habiendo estado también en Madrid en la época en que en dicha capital fueron cometidos algunos actos terroristas, por cuyo motivo ha sido comunicada esta detención a la Dirección General de Seguridad, por si el mismo pudiera haber tenido participación en aquellos hechos; e ínterin son conocidos estos datos, el Comisario firmante se ha permitido ingresarlo en la Prevención Civil de esta capital, a su disposición, por si estimara conveniente imponer al mismo arresto gubernativo.»

Este documento, procedente de los fondos del antiguo Gobierno Civil y guardado en el Archivo Histórico Provincial de Cádiz, no solo es concluyente sobre la verdadera identidad del detenido, sino que además revela que se trataba de un vulgar ratero fichado por la policía y al que no le habría importado colaborar con la guerrilla para su propio beneficio. Si se hizo pasar por José Moreno Rodríguez ante la familia de este fue sin duda, como se deja caer en el escrito, para conseguir alojamiento y manutención mientras se dedicaba a cometer otro tipo de fechorías. Pero la jugada le salió mal y fue descubierto al cumplirse un mes de su llegada a la casa de Antonio. En consecuencia, el Gobernador Civil le impuso treinta días de arresto. No obstante, cuando se cumplía esta pena provisional, el 20 de marzo fue trasladado a la prisión provincial a la espera de nuevas instrucciones por parte de la autoridad competente, ordenando la Dirección General de Seguridad de Madrid su conducción inmediata a la Inspección de Guardia debidamente escoltado por agentes de la Guardia Civil y observando las «debidas precauciones», con el fin de ser de nuevo interrogado por la Brigada Político-Social de la capital.

El último rastro documental que encontramos fue el de su entrega por estos agentes el 24 de abril en el cuartel de Sevilla para su posterior traslado a Madrid. Cabe suponer que siendo un delincuente de poca monta y custodiado por la Guardia Civil, su tren debió llegar a la capital de España sin incidencias durante el viaje. Desconocemos lo que sucedió en la sede central, pero no cabe duda de que debió ser sometido a numerosas preguntas tras lo cual debió ser puesto en libertad en fecha incierta, pero que debió ser entre mayo y agosto de ese año, casualmente antes de saltar por los aires el polvorín de Cádiz. El motivo de su liberación es difícil de creer conociendo el historial de delitos reconocidos por él mismo y tan graves como el robo, la extorsión, la agresión a agentes de la autoridad y el asesinato. Quizá se autoinculpó bajo presión o bien se inventó tales delitos, lo que hubiera podido significar su fusilamiento, o bien no pudieron ser verificados, o los afectados no presentaron las correspondientes denuncias, o simplemente era un pobre enajenado. Lo cierto es que en agosto regresó a San Fernando, donde se alojó en el mencionado Hotel Correos en la noche del día 20. Si llevaba tiempo establecido aquí o si acababa de llegar a la ciudad, es un completo misterio, aunque según otro informe de la policía, fechado el 23 de septiembre, más bien sucedió lo segundo. Conociendo el perfil del delincuente, es posible que al escuchar las noticias nacionales de la catástrofe se hubiera desplazado expresamente hasta Cádiz con la intención de expoliar la zona devastada, como hicieron otros desalmados desde los instantes posteriores al siniestro. No es de extrañar que entre las pertenencias dejadas en el hotel se encontrase ropa de marinero, para pasar probablemente desapercibido cuando se adentrase entre los escombros de la ciudad buscando cuantos objetos de valor hubieran quedado dentro de las casas. Pero al sentirse vigilado por la policía y pensando quizá que con sus antecedentes podrían responsabilizarlo del suceso, esta vez sin posibilidad de redención, decidió quitarse de en medio y nunca más se supo de él. Sin embargo, no lo buscaban por eso. Como hemos dicho, su edad y el nombre de su ciudad natal aparecieron a mediodía del día 20 en una de las hojas de registro de huéspedes que entregaban de forma rutinaria todos los albergues en las comisarías del país. El cliente que figuraba en la ficha de control se hacía llamar Luis Molledo Alonso, pero presentían que aquella identidad podía ocultar nuevamente al mismo individuo que en febrero pasado se había hecho pasar por José Moreno Rodríguez, por lo que trataron de localizarlo sin éxito. No existe ningún documento oficial en el que la Dirección General de Policía o el Gobierno Civil relacionen a este hombre con la explosión en Defensas Submarinas: absolutamente ninguno. Esto quiere decir que dos días después de la conmoción y a pesar de la incertidumbre reinante sobre las causas que motivaron el siniestro, la policía nunca relacionó su presencia con el desastre acontecido. De haberse querido, no habría sido difícil en vista de su primera declaración. Benjamín García Álvarez era un delincuente común, un buscavidas sin otro tipo de adscripción social que el lumpen y que utilizó al maquis del mismo modo que se sirvió de su contacto íntimo con sus compañeros de la División Azul y de los «evadidos» para sacar dinero o beneficios de la necesidad de noticias con la que vivían los familiares de los divisionarios prisioneros o de los «huidos» de la sierra; un individuo sin demasiados escrúpulos ni principios que «dio bastante que hacer» por sus continuos cambios de identidad, pero ni mucho menos un terrorista ideológico inserto en una estructura lo suficientemente organizada como para dar el necesario soporte a tamaña operación. De haber sido así, la tristemente célebre Brigada Político-Social se habría preocupado de acumular las suficientes pruebas de cargo como para asegurarse de que la Autoridad no le hubiese dejado en la calle tan precipitadamente. Desmontamos así la hipótesis más sólida de la teoría de la conspiración, que al mismo tiempo contribuye a reforzar nuestro convencimiento pleno de que la catástrofe de Cádiz no fue más que un accidente, crónica de una muerte anunciada y producto de lo que en su día fue un insensato crimen del Estado.

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