La araucaria que sobrevivió a la Explosión

En la calle Tolosa Latour, en el solar que durante años ocupó la Institución Provincial Gaditana, hay una araucaria… Es uno de los pocos supervivientes que fueron testigos directos de la brutal Explosión que en la noche del 18 de agosto de 1947 demolió en una sola embestida los edificios que con el tiempo se habían ido levantando a su alrededor. Aquel día, la araucaria vio morir a mucha gente. Sintió los aullidos de dolor de los que estaban sepultados y malheridos, con las ramas deshojadas, observando impotente la llegada de unos camiones cargados de hombres que empezaron a palear con sus manos la arena de los muros de las casas, bajo las que quedaron enterradas para siempre las vidas y esperanzas de gente que se amaba.

Desde su altura, el árbol pudo contemplar el brazo derecho del doctor Rodrigo Sabalette, que sobresalía inánime entre los escombros. Todavía llevaba el anillo de casado que le recordaba a la que hasta no hace mucho había sido su esposa, Rosario. Tenía preparadas las maletas para salir de viaje al día siguiente con destino a Tánger, pero el destino hizo que no llegara a ver ese amanecer. Dos de sus hijos también habían muerto, uno enfrente del otro, mirándose, sobre la mesa del comedor; y el tercero, el pequeño Nino, todavía con vida, tenía los ojos y la boca llenos de tierra.

La araucaria, a lo lejos, vio venir corriendo, y como enloquecido, a un hombre vestido con una chaqueta blanca. Lo conocía bien. Era Manuel Paredes, que vivía con su familia en la esquina de la calle 24 de Julio. Pero su familia estaba entera muerta, salvo su hijo, José Manuel, a quien todavía le quedaba un hálito de vida. Manuel lo recogió y lo llevó en brazos hasta uno de los camiones que estaban parados frente al Instituto Hidrográfico, para trasladarlo al hospital de San Juan de Dios. Su reloj estaba manchado con la sangre de su esposa y su chaqueta, con la de sus hijas. Cuando llegara a la puerta de su tía Lolín le diría:

— ¡Tía Lolín! ¡Te traigo lo único que me ha quedado de mi casa!…

Al lado de la finca de los Paredes, la vivienda de Juan Deudero era otro paisaje sobrecogedor. Su esposa solo dispuso del momento justo para decirle: «¡Salva a los niños!, ¡los niños!». Y los niños se salvaron. Pero los Palacios, que vivían en la finca anexa, tuvieron menos suerte: perecieron todos.

Y la Casa Cuna, asilo de huérfanos y niños de familias sin recursos, era la máxima expresión de la tragedia. Una monja gritó desconsolada: «¡Canallas!, ¡canallas!». Habían muerto veinticinco niños, cinco religiosas y once asistentas; y dos meses más tarde moriría otro niño a consecuencia de las secuelas. Es el espanto absoluto. Un marinero acababa de rescatar a una niña morena, guapísima, de apenas tres años, a la que cargó en brazos para llevarla al camión de los heridos. El marinero se llamaba José Antonio. Por el camino le iba hablando a la niña para que no se durmiera; y la niña, que parecía cansada, le contestaba. Pero cuando llegó al camión, otro compañero que se encontraba a bordo le dijo: «¡A este no, a aquel!». Y le señaló el camión adonde estaban subiendo a los cadáveres. José Antonio miró a la criatura y ésta acababa de morir en sus brazos…

A la mañana siguiente, un matrimonio de marqueses procedente de Baleares se arrodilló delante de una gran piedra y la besó. Algunos de los que estaban presentes no comprendían bien este gesto, pero la araucaria sí: era la piedra que había aplastado el cráneo de su hijo, el teniente Gabriel Squella. Fue una de las dieciséis personas, entre militares y civiles, que sucumbieron en la base militar.

El paisaje desolador era ciertamente espantoso. La araucaria prefirió no mirar hacia los Astilleros, donde había obreros atravesados por viguetas de acero que habían caído como lanzas desde los techos de la naves; ni hacia la barriada obrera de San Severiano, donde «¡el que no está afectado hondamente por el siniestro, está convertido en escombros!», como escribiría días más tarde María de Xerez.

¡Qué no vería aquella hermosa araucaria de Tolosa Latour, que hasta los que más sufrieron con la pérdida que les supuso aquella noche trágica, los que vieron marcada su existencia con la palabra ausencia, al contemplarla se apenan todavía de ella!

Publicado en: Diario de Cádiz, 18 de agosto de 2009.

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