La cocinera de la Casa Cuna

«¡Antonio, tu madre también ha muerto!». Y Antoñito «el cocinero» se echó a llorar de pena. «¡No, no! Antoñito, es mentira… no llores». Y con esto último, el niño dejó de llorar. Pero lo cierto es que no volvió a verla nunca más. Tal fue el llanto de Antoñito, que ninguno de sus compañeros volvería a hacerle comentario alguno sobre la suerte que corrió su madre, Francisca, la cocinera de la Casa Cuna, tras el hundimiento del orfanato. Ni siquiera las monjitas, ni sus cuidadoras ni los funcionarios de la Diputación le hablarían jamás de aquel suceso. Simplemente se limitaron a quedárselo allí como otro cualquiera de los huérfanos. Antonio se tuvo que ir haciendo a la idea por sí mismo, al ver que los días pasaban y que mamá no regresaba al filo de su cama para darle las buenas noches y llevarle una taza de sopa caliente o algo de comida.

Tenía cinco años cuando la Explosión y se salvó casi de milagro, al igual que su hermano José, que con dos años menos que él se hallaba en el ala donde fallecieron la mayoría de los críos de esta institución. Ambos habían ingresado allí no mucho antes de la catástrofe, cuando Francisca entró a trabajar en la cocina. Desde que a su marido lo metieron en la cárcel por comunista, la pobre mujer no tenía mucho adonde aferrarse y con dos hijos en el mundo no encontró otro remedio que buscar el amparo de las Hijas de la Caridad y del Hogar del Niño Jesús. De esta forma no le faltaría el contacto con sus dos pequeños y un lugar donde podrían vivir hasta el día en que a su esposo le concedieran la libertad, si es que esto habría de ocurrir algún día.

La catástrofe se encargó de arruinar sus vidas y sus planes. Antonio y José se quedaron definitivamente solos, y a partir de entonces, además, a su suerte. Se convencieron de la muerte de su madre por su simple ausencia, y lo que vino después fue un viaje a la deriva. Lo peor sería su traslado al hospicio de Jerez, donde más que un colegio de huérfanos aquello le pareció un correccional. Y lo mejor, la oportunidad de conocer a su padre por primera vez en 1954, fecha en que le llevaron a conocerlo a la prisión de Burgos, donde le habían encerrado casi de por vida. Para entonces ya era un muchacho hecho y derecho, y aunque guardaba de él un levísimo recuerdo desde la infancia, ambos se hablaron como dos extraños que se miraban fijamente.

Del destino de Francisca solo se supo muchos años después, aunque para entonces ya nadie sabía el lugar en el que había sido enterrada. Aquella noche del 18 de agosto de 1947 todavía trajinaba por los pasillos, escaleras y dependencias de la Casa Cuna, atareada con sus cosas. Probablemente incluso se dirigía a visitar por última vez a sus hijos. Cuando explotaron las bombas de la Base de Defensas Submarinas, el techo entero se le vino encima de repente sin tiempo a escapar de las pesadas vigas. A Antonio le sorprendió mientras dormía y, como cuentan todos sus compañeros supervivientes, lo primero de lo que se dio cuenta fue de que los techos de las habitaciones habían volado y que a través de ellos se podía contemplar el firmamento. Alrededor había cascotes, montones de arena y grandes puntales de madera. Entre la oscuridad, y como a la distancia, oyó alejarse las voces de los rescatadores a uno de los cuales escuchó decir: «¡Aquí no hay ninguno más!». Y como un resorte, Antoñito «el cocinero» lanzó un grito desesperado a través de los barrotes verdes de su cama: «¡Estoy aquí, aquí!». Y tras oírse un «¡aquí hay otro!» aquellos hombres se dieron la vuelta para acudir a su encuentro. Los identificó: eran un guardia civil, un marinero y un soldado, que se desvivieron hasta sacarlo de allí. Cuando ya se lo llevaban, todavía tuvo tiempo de mirar hacia atrás para observar unos rescoldos candentes que quedaron a los pies de su cama.

En otro lugar de la casa, a su madre la hallaron medio moribunda. La extrajeron de los escombros y la trasladaron con urgencia al Hospital de Mujeres, donde recuperó la consciencia el tiempo imprescindible para dejar un encargo a sus compañeras: «¡Cuidad de mis hijos!». Y ahí se acabó todo. Ella era Francisca, la cocinera de la Casa Cuna, y cuando se la llevaron al cementerio así fue como la enterraron: «Francisca (cocinera Casa Cuna)». Pero su nombre verdadero es Francisca Zamorano Gómez, hija de José y Rafaela, esposa de Pedro González y madre de Antonio y de José. Es así. Todas las víctimas de la Explosión tienen un nombre, unos apellidos y una genealogía, y todos sus descendientes tienen el derecho de reencontrarse con ellas, aunque hayan pasado sesenta y tres años.

Publicado en: Diario de Cádiz, 18 de agosto de 2009.

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