Durante años la Base de Defensas Submarinas, en pleno barrio de San Severiano, guardó miles de viejas bombas a escasos metros de zonas habitadas · Mandos de la Armada avisaron del peligro.
El 18 de agosto de 1947 Cádiz sufrió la mayor tragedia —Guerra Civil aparte— que se padeció en España durante siglo XX. Aquella noche se produjo una terrible explosión en uno de los almacenes de minas de la Base de Defensas Submarinas y el cielo se tiñó de rojo, quedando una parte de la ciudad completamente devastada.
Más de centenar y medio de muertos, sin contar los desaparecidos, casi cinco mil heridos de diversa consideración y centenares de edificaciones destruidas, fue el balance de una catástrofe que marcó a tres generaciones de gaditanos: ancianos, adultos y niños de aquel caluroso verano de 1947. ¿Quién de nosotros no ha escuchado a sus mayores contar su testimonio de tan luctuoso hecho?.
Hoy día, un sencillo monumento, ubicado frente al actual Instituto Hidrográfico de la Armada, entonces Base de Defensas Submarinas y antigua Fábrica de Torpedos, recuerda a las víctimas de aquella tragedia. Han transcurrido ya seis décadas y se siguen desconociendo las causas que motivaron la terrible explosión.
¿Accidente o sabotaje?. Aunque existen diversos indicios en uno y otro sentido, generando la consiguiente polémica, nunca se ha podido probar ni una ni otra teoría. Por un lado está el mal acondicionamiento y estado de las minas almacenadas junto al sofocante calor que se padeció aquella jornada. Y por otra parte aparecen una serie de extrañas actividades y hechos sospechosos nunca explicados que se dieron poco antes y después de la explosión.
Las autoridades de la época nunca habrían reconocido su negligencia ni su vulnerabilidad en un atentado de esa envergadura a una instalación militar. Aquel año de 1947 fue el de mayor actividad de la guerrilla antifranquista y según un informe policial confidencial de entonces, un grupo formado por personal adiestrado —seguramente con experiencia de guerra en el maquis francés— cruzó la frontera para perpetrar dicho ataque. Sin embargo, nadie sería capaz de asumir la autoría de una catástrofe como ésta, donde la mayoría de las víctimas pertenecían a las clases sociales más desprotegidas.
Fuera accidente o sabotaje, lo único cierto de verdad es que hubo por parte de las autoridades de la época, una manifiesta y persistente negligencia cuya responsabilidad nunca fue exigida ni depurada.
Dado que el suceso tuvo su origen en una instalación de la Marina, las culpas se orientaron desde algunos sectores contra ella por mantener en el interior de la ciudad dichas minas. Hoy día incluso algunos historiadores e investigadores han apuntado en tal dirección.
El hecho de que se adujera que la documentación elaborada entonces por la Armada para aclarar lo sucedido, hubiera desaparecido en un extraño incendio sufrido en sus archivos en 1976, no contribuyó precisamente a mejorar la idea que se pudiera tener al respecto.
Sin embargo, parece ser que transcurridas seis décadas de la catástrofe y tres del incendio, dicha documentación, o al menos parte de ella, no debió ser destruida por el fuego, tal y como lo acreditan los documentos inéditos que hoy ilustran estas líneas.
Durante muchos años aquellos mandos de la Marina, que por conducto reglamentario habían denunciado reiteradamente el grave peligro existente o que actuaron heroicamente tras la catástrofe, callaron disciplinadamente todo lo que sabían y, conforme a lo que creyeron su deber, se llevaron sus secretos a la tumba.
Pero algunos de sus herederos -con edades ya avanzadas- no han querido que un día esos papeles se puedan perder para siempre. Su amor a la Marina y el respeto a la memoria de sus mayores, han motivado que estos documentos -de indudable valor histórico- comiencen a ver la luz.
Con ellos se acredita que la Armada fue persistentemente avisando, desde al menos cuatro años antes, del gran peligro que se corría, así como de las medidas que se intentaron adoptar para que ello no sucediera. Los informes salieron de Cádiz y llegaron a Madrid, donde la desidia y la negligencia de las más altas autoridades de entonces, contribuyeron a que fuera posible semejante tragedia.
A pesar de que tanto la jurisdicción ordinaria como la militar incoaron sendos procedimientos, nadie fue procesado ni sentado en el banquillo para que se le juzgara para depurar sus responsabilidades civiles y penales por tan manifiesta y persistente negligencia.
La Marina era plenamente consciente de la gravedad de la situación y propuso todo lo que estuvo en su mano para sacar las minas de Cádiz, reproduciéndose a continuación algunos testimonios inéditos de los varios que se poseen.
El primero, fechado el 17 de diciembre de 1943, se debe al comandante general del arsenal de La Carraca, vicealmirante Fausto Escrigas —cuyo hijo ostentando también dicho nombre y empleo sería vilmente asesinado por la banda terrorista ETA en 1985— remitió al capitán general del Departamento de Cádiz, un anteproyecto para el traslado provisional de esas minas, a la finca «Rancho de Bola», situada cerca de la azucarera del Portal, todo ello en espera de su traslado definitivo al cerro de San Cristóbal.
Dicho expediente contenía un minucioso informe del capitán de navío Pascual Cervera, cuyo fin era que «con toda urgencia, se pudiera quitar el peligro de tanto explosivo situado dentro del casco de la Ciudad».
El último, fechado el 15 de julio de 1947, casi un mes antes de la catástrofe, donde el capitán de fragata Miguel García Agulló, en su condición de jefe de la Base de Defensas Submarinas de Cádiz, hizo constar en las conclusiones de un extenso informe que:
«El Jefe que suscribe se cree en el deber de hacer resaltar la imperiosa necesidad de trasladar en el menor tiempo posible el lugar de almacenamiento de las minas. Su situación actual, dentro del casco de la población, aún guardando en su vigilancia las mayores de las precauciones, es una constante preocupación para el Mando, y más si se tiene en cuenta como expuse en escrito de 4 de diciembre de 1946 al hacerme cargo de estos servicios, que los pabellones donde se almacenan no están aislados».
Como medida preventiva García Agulló propuso levantar al menos a su alrededor un pequeño muro —que nunca se hizo— reconociendo no obstante que «el riesgo de las aproximadamente 300 Tm. de trilita almacenada seguiría existiendo».
Publicado en: Diario de Cádiz, 18 de agosto de 2008.