La catástrofe que sufrió Cádiz la trágica noche del 18 de agosto de 1947 forjó innumerables héroes anónimos entre los miles de civiles y militares que acudieron a rescatar a los centenares de víctimas que se encontraban sepultadas en los edificios derrumbados por los efectos de la tremenda onda expansiva que sacudió la ciudad.
Inmediatamente se enviaron desde diferentes puntos de la provincia las primeras ayudas y auxilios, siendo una de las más destacadas y sin embargo a la postre, no suficientemente reconocida, la de la Infantería de Marina procedente de San Fernando.
Sin embargo, de la heroica actuación de dicho Cuerpo y de quien se encontraba a su mando dio cumplida cuenta diez días después de la explosión el alcalde de Cádiz, Francisco Sánchez-Cossío Muñoz, al gobernador civil de la provincia, Carlos Rodríguez de Valcárcel, en un escrito que comenzaba así:
«Pasados los primeros momentos de la luctuosa explosión que azotó Cádiz en la noche del 18 del actual, me creo en el deber de poner en conocimiento de V.E., la destacada actuación del Teniente Coronel de Infantería de Marina y Delegado Provincial de Excombatientes D. Antonio Ristori, quien se presentó con parte de las fuerzas de Infantería de Marina llegadas de San Fernando para prestar los primeros auxilios».
En La Isla, el vicealmirante Fausto Escrigas Cruz —jefe del arsenal de La Carraca— en ausencia del capitán general, el almirante Rafael Estrada Arnaiz, que había marchado a Cádiz nada más producirse la explosión, ordenó la salida inmediata de una compañía de Marinería y tres de Infantería de Marina. De estas tres últimas una era de fusiles, otra de zapadores y la que entonces se denominaba de «Defensa Pasiva», llevando consigo varias moto-bombas y diverso material de auxilio y rescate. A su frente iban el coronel jefe del Tercio Sur, Vicente de Juan Gómez, el teniente coronel 2º jefe Antonio Ristori Fernández y el comandante Francisco García Ráez.
Sin embargo la columna, al llegar a la altura de Cortadura, fue detenida por un control de la Guardia Civil mandado por el comandante José Fernández López, quien —según seguía relatando el alcalde Sánchez-Cossío— «les comunicó de orden superior que no entrase la tropa en el lugar de la catástrofe, pues se presumía que iba a sobrevenir otra explosión, que aumentaría el número de víctimas entre los escombros».
El teniente coronel Ristori, extrañado ante dicha orden, dado el elevado número de víctimas que presuponía necesitadas de auxilio, se presentó —tras dejar la columna frente al Hotel Playa— en el Ayuntamiento ante el vicealmirante Escrigas y el alcalde.
Aquel «le informó que efectivamente se esperaban más explosiones y sobre todo que el fuego en esos momentos se había corrido a un lugar donde existía un depósito de gasolina, contiguo a Defensas Submarinas, que contenía 15.000 litros y se temía su explosión, pero que no obstante ello, no se prohibía el acceso a esos lugares, sino que se prevenía a las fuerzas de los peligros que podrían correr al entrar en la zona siniestrada para prestar auxilio a los supervivientes».
A continuación Ristori regresó a donde se había quedado la columna y tras informar a su coronel solicitó autorización para ir a la zona arrasada por la explosión —cuyo verdadera causa sigue hoy día ignorándose—, acompañado de un grupo de infantes de marina voluntarios. Una vez concedido y «con gran decisión y gesto heroico, por el grave riesgo por su parte y por la tropa a sus órdenes, penetró en dichos lugares, llevando los soldados materialmente a hombros sobre los escombros una moto-bomba, que tomando agua de un aljibe próximo sofocaron el fuego sobre el tanque de gasolina y otros más».
El comandante García Ráez se quedó al mando de los vehículos para atender la evacuación de los heridos primero y el traslado posterior de los muertos que se rescataran, ya que por culpa de los edificios derrumbados sobre las calles de la barriada de San Severiano, los camiones no podían circular.
Durante toda la noche no pararon —junto a otros miembros de las fuerzas armadas y de orden público— de rescatar muertos y heridos sepultados entre los escombros, siendo testigos de tremendas escenas. Las más patéticas de ellas y que más amarga huella le dejaron fueron sin duda alguna las vividas en el rescate de las víctimas de la Casa Cuna, un centro asistencial de la Diputación Provincial que se encontraba muy próximo al epicentro de la explosión, donde aquella noche dormían, además de las monjas que los cuidaban, 117 niños y 82 niñas, todos menores de 7 años, de los que 26 fallecieron, amén de cuatro de aquellas.
Manuel Ristori Peláez —hijo del teniente coronel—, que contaba por aquel entonces cinco años de edad, recordaría muchísimos años después algunas de las conversaciones que escuchó en su casa: «para mí fue dolorosísimo el caso de una niña de mi edad que le sorprendió la explosión en el segundo piso y le saltaron unos cristales de un ventanal a los ojos, y fue bajando las escaleras poniendo las manos por la pared y tocándose de vez en cuando los ojitos, por lo cual estaban las manos marcadas de sangre en la pared en todo su recorrido y apareciendo la pobrecilla muerta en la planta baja».
También recuerda la anécdota de cómo a la mañana siguiente se personó en las ruinas de la Casa Cuna y de la cercana iglesia de San Severiano el obispo diocesano de Cádiz-Ceuta, Tomás Gutiérrez Díez, quien se hizo cargo del copón que contenía las sagradas formas. Fue su padre precisamente quien se lo entregó, quedándose perplejo cuando el obispo se arrodilló para recogerlo en medio de los presentes. El teniente coronel dispuso inmediatamente que cuatro de sus infantes de marina lo acompañaran, organizándose una improvisada procesión ante el silencio de todos los que en esos momentos participaban en las tareas de rescate.
Aquellos voluntarios permanecieron en la zona durante casi 48 horas siendo relevados por otras unidades que llegaron de refuerzo. Sin embargo Ristori continuó allí varios días más, autorizado por su almirante, para coordinar las tareas de auxilio, distribución de servicios y abastecimientos en colaboración con la Cruz Roja y el Auxilio Social.
El alcalde de Cádiz, en su citado escrito de fecha 28 de agosto de 1947, terminaba por proponer que a dicho teniente coronel «le sea concedida alguna alta recompensa que premie sus servicios heroicos y humanitarios que tanto contribuyeron a evitar mayores daños y a mitigar esta catástrofe», aprovechando también para reconocer los méritos de otros oficiales, pues «así mismo tuvo noticias del comportamiento heroico del Capitán de Corbeta de Defensas Submarinas D. Pascual Pery Junquera y de los valiosísimos servicios prestados por el Capitán de Fragata D. Manuel Lahera de Sobrino, que tan alto pusieron el nombre de la Marina de Guerra».
Tres años más tarde —el 18 de julio de 1950— sólo sería condecorado el capitán de corbeta Pery, y hubo de esperar al 7 de julio de 1982 para que la comisión de gobierno del Ayuntamiento de Cádiz le nombrara hijo adoptivo junto al grupo de marineros que le habían seguido. Tras localizarse a los supervivientes, los títulos honoríficos pudieron ser entregados en enero de 1989 en una solemne sesión celebrada en el salón de plenos.
Tal y como dice el conocido dicho militar: «En unos pocos se premiaron los méritos de muchos». Y entre estos últimos se encontraba muy especialmente el teniente coronel Ristori —fallecido en 1979—, que, siendo posteriormente vicepresidente de la Diputación, contribuyó activamente a impulsar la reconstrucción de la nueva Casa Cuna. Bien se merece ese título aunque sea póstuma y tardíamente.