En la avenida López Pinto, sobre el mismo solar en que luego se edificaron los Sindicatos, una jovencita llamada Regla Quintero se levantó de la cama con la intención de derretirle un poco de cacao caliente a la hija mayor del capitán González, quien, de la mano de su esposa, la señora Echarte, había salido a pasear por las calles del centro de la ciudad. El matrimonio tenía tres hijos, dos hembras y un varón ―al decir de aquellos tiempos―, a los que habían dejado en su casa ya acostados bajo la custodia y atención de la niñera y de la cocinera. En la tranquilidad y sosiego de aquel rincón solitario de Puertatierra, lo único que se podía escuchar era el murmullo de las olas de Santa María del Mar, que en las tormentosas noches de invierno hacían retumbar las paredes de la casa como por efecto de un lejano y suave terremoto.
En la penumbra, dos sombras se movían lentamente por los pasillos. Una de ellas era Regla, la niñera, que con la chiquilla mayor del capitán caminaban casi de puntillas, como flotando sobre sus pies, para que el capricho de la cría no se le acabara antojando también a los otros dos hermanos: un buen cacao caliente bien merecía el riesgo de ser descubiertos. Hasta la entrada de la cocina todo fue bien; pero una vez allí, cuando la niñera apoyaba su mano sobre el marco de la puerta, un brillante resplandor se coló por las ventanas. “¡Ay, Dios mío! ¿Otra vez se habrán acordado de nosotros?”. Regla rememoró de pronto los inicios de la guerra, cuando el Almirante Valdés y el Miguel de Cervantes, también un mes de agosto, dispararon sus bombas sobre la Caleta y la Alameda; cuando fusilaron al entenao de su tía con apenas veinte años. “¡Chele no vayas a salir!, por favor”. “¡Tranquila, vieja, no te preocupes! ¡Solo voy al baile!”. Y salió en dirección a San Juan de Dios, donde alguien desarmó a un guardia. Fue la misma tarde en que saltó el Movimiento. Lo cogieron, a él y a otros más, y le llevaron a la cárcel real, donde Regla todos los días le llevaba la comida y él le regaló un canastito en miniatura para que siempre se acordara de él. Lo mataron el 22 de enero de 1937, a las seis de la tarde.
Sí, otra vez se habían acordado de nosotros. Un espantoso ruido había abierto fuego contra la casa y todo se vino abajo. Cristales rotos, ventanas desvencijadas, ladrillos y polvo apilados en el suelo, muebles caídos y destrozados. En el dormitorio que compartía con la cría, los tabiques se habían desplomado sobre ambas camas. Si hubiera ocurrido antes o después de aquella bendita taza de cacao, ninguna de las dos habría sobrevivido.
Sin entender nada, se precipitó hacia la habitación de los niños, donde la pequeña Cristina seguía metida en su cuna de tela con un enorme ventanal encima. Con la ayuda de la cocinera apartaron uno a uno, con extremo cuidado, los cristales rotos que como cuchillas amenazaban con caer sobre ella; hasta que al fin pudieron sacarla en brazos y examinarle el cuerpo centímetro a centímetro para comprobar felizmente que no le había pasado nada. El tercer hermano, Pachi, no corrió peligro en ningún momento y también resultó ileso. Al examinar la casa y el desolador decorado que quedó a su alrededor, el portón de entrada había desaparecido: lo encontraron junto al balcón de una de las habitaciones de la parte de atrás, hasta donde llegó volando por efecto de la poderosa onda expansiva. Por esa entrada, ahora un enorme hueco, apareció el portero de la finca pisando entre los escombros de los tabiques para bajarlas a la calle.
Ya en la carretera general, un flujo incesante de personas y camiones se entrecruzaba sin orden alguno huyendo del espanto. Las familias de San Severiano venían corriendo como locas, fluyendo como el desbordamiento de un río, con criaturas en los brazos, perseguidas por gritos que hablaban de muertos y de un segundo estallido, de cadáveres bajo los escombros y miembros amputados por las carcasas de las minas. Allí esperaron un buen rato, viendo pasar con miradas de angustia la viva estampa de la desolación en que se convirtió aquella gris avenida. Pero al ver que los padres de los niños no aparecían, dejaron de esperar inútilmente y decidieron bajar a buscarlos, con dos de los niños a cuestas y la tercera de la mano, por los huecos abiertos de par en par que habían dejado los recientes derribos de la Puerta de Tierra. En la calle Ancha finalizó su angustiosa huida, en la residencia del pediatra Jiménez Quiñones, donde apareció el matrimonio.
La madre de Regla vivía en la calle Botica, número 29, una finca que todo el mundo conocía como “la casa de los tres patios”. Era una casa grande y diáfana, de tres alturas y distribuida efectivamente en torno a tres patios, todos comunicados entre sí y con numerosas habitaciones ―cincuenta y cinco en total―, de techos altos y amplios espacios. En uno de los bajos llegó a vivir una de las hijas de Carrero Blanco, quien pocos meses antes de la Explosión acababa de convertir al general Franco en jefe de estado vitalicio. Aunque el edificio entero había soportado en pie, por dentro estaba todo destruido, con muros volcados por entero y desprendimientos de vigas y techos. Al traspasar la entrada, los vecinos estaban como esperándola, concentrados todos en el patio, con miedo a atender aquellas voces inciertas que ordenaban dirigirse a la playa como único lugar seguro. Y en parte quizá hicieron bien al quedarse allí sentados, porque sobre las arenas de Santa María del Mar había caído del cielo un monstruoso esqueleto de vigas de hierro que debieron ser una parte desprendida de la techumbre del polvorín. En medio de la indecisión, los rumores que hablaban de la arriesgada actuación de Pery Junquera andaban recorriendo la ciudad como la pólvora, poniendo en su boca una frase heroica, tal vez inventada, tal vez magnificada, dirigida a los marineros que se pusieron a sus órdenes: “¡Vamos a caer nosotros, pero vamos a salvar a Cádiz!”. A Regla se le corta la voz de la emoción al recordar la voz del policía que así les habló.
La vida cambió desde luego a partir de ese día. Antes de la catástrofe, el paisaje urbano que Regla Quintero estaba acostumbrada a ver era otro muy diferente al que cubrieron las negras cenizas. Las niñeras se reunían en los terrenos yermos de Bahía Blanca acompañadas de los niños de las familias a los que cuidaban, donde pasaban las tardes enteras sentadas y conversando sobre la hierba, mientras los críos jugueteaban y corrían a su alrededor. En uno de estos múltiples encuentros fue cuando conoció a Rosa Campos, la niñera de los Paredes, que murió aquella noche del 18 de agosto de 1947 abrazada a una de las niñas del armador. Estaba a punto de casarse y le hablaba constantemente de un baúl en el que iba guardando el ajuar con el que debía cumplir su sueño. Y por supuesto también conoció a las tres niñas de los Paredes, a cada cual más alegre y bonita, sobre todo la del medio, Milagros, con su precioso e inconfundible pelo rojo. A las tres perdió Manuel Paredes en su chalé de Tolosa Latour, y cuentan que no cesaba de repetir que Dios debía haber dejado viva a su mujer para poder seguir teniendo otros hijos.
Por las mañanas en Bahía Blanca y por las tardes en Santa María del Mar; el mismo recorrido que realizaban los huérfanos de la Casa Cuna y las monjitas que los llevaban a jugar a la “piera barco” y darles un baño. Una de las compañeras que trabajaba en aquellos lujosos chalés, concretamente en el que aún mantiene su letrero “Las Terrazas”, de los pocos que no hubo que derribar tras la Explosión, tenía a su hijo albergado allí. No recuerda bien su nombre, pero sí el día en que le enseñó la fotografía en blanco y negro de su hijo muerto, y que el señorito había acudido a identificarlo al cementerio, de donde él le trajo la foto. Probablemente se llamara Rafaela Martínez, una joven de Sanlúcar de Barrameda que dos años antes había llegado a Cádiz tras el nacimiento de su pequeño José Luis a buscarse la vida sirviendo en alguna casa. Regla se llevó tres días sin dormir solo pensando en la cara de aquel niño: “La imagen que yo vi, ¡eso no se lo puede nadie ni imaginar!”. Como tampoco nadie se podía imaginar que “Las Terrazas” amanecería el 19 de agosto con todas sus paredes bañadas en sangre.
Se acabó aquí la vida de Bahía Blanca y San Severiano tal como Regla Quintero, Rosa, Rafaela y las otras niñeras la conocieron. Pero quedaron los espíritus. Sí; dicen que a veces ocurren cosas raras, que se mueven objetos y se oyen voces, que se perciben sensaciones, que se dibujan sombras. En el chalé “Las Terrazas” y en los sótanos de lo que fue el Hogar del Niño Jesús. Bajo el suelo, un barullo infantil resuena todavía en las paredes, como en pleno fragor de una clase alborotada, donde una monja invisible ordena silencio con sus palmas: “¡Callaos, niños!”. Las voces son tan claras que las dos limpiadoras del INEM lo han oído sin acertar de dónde provienen. En otras ocasiones, las voces se convertían en siluetas sobre la pared caminando de izquierda a derecha como tapadas por un velo. En un lugar donde no entra nadie, una banca aparece unos días en el lado de la calle Brunete y otros en la parte de Tolosa Latour. Nadie la mueve; nadie sabe nada. Son ecos del pasado, que se resisten a desaparecer, pero que tarde o temprano se marcharán a ese otro lugar donde el olvido, por fin será el olvido.