Luisita e Irene, dos niñas de la Explosión

Luisita estaba de pie delante de un ventanal. Los rizos de su pelo, casi tirabuzones, dorados como el oro viejo, se mecían sobre sus hombros. Tenía solo nueve años, y no estaba dormida. A través de las vidrieras del Sanatorio, la luz de la calle iluminaba la capilla con matices de colores. Sor Elena, la francesita, se había retirado a su habitación, donde descansaba del desgaste de sus muchos años. En la mente de Luisita aún estaba la imagen de la burra Micaela, que aquella tarde se refugió dentro del edificio y no quiso salir hasta que la sacaron casi a rastras, tirándola del ronzal.

Frente a la Casa Cuna, en una casita de planta baja, la niña Irene sí que estaba dormida, profundamente. Su hermano Antonio, con los ojos entornados, la acompaña en su sueño sobre aquella cama diminuta de sábanas blancas y ángulos perfectos donde creyeron estar seguros. Su madre y su abuelo, despiertos, deambulaban por la casa recogiendo la mesa, cerrando el día, mientras que su padre echaba las horas trabajando como tornero en el astillero de Horacio Echevarrieta. Para el resto de la ciudad empezaba la fiesta: unos en el cine para ver a Jorge Negrete, otros llegando al baile del Hotel Playa y Antonio Machín poniéndose los zapatos con los que se preparaba para actuar en el Cortijo de los Rosales.

Familia de Irene Flores Blanco.

Todo se paró de repente. La pantalla del Cine Gades se llevó en volandas a Negrete, Machín enmudeció aquella noche y se volvió blanco, y el último coche que llegaba al Hotel Playa volcó sobre la acera del paseo marítimo.

Para Irene fue un momento corto. Luisita, en cambio, con la cara llena de cristales al estallarle la ventana, sola, en la oscuridad más absoluta, con la sangre manándole a borbotones sobre los pómulos, intentó hallar la salida. Paso a paso, a tientas por la pared, descendió lentamente por la escalera sin poder abrir los párpados. Hasta que al final, en el rellano, su cuerpo se desplomó entre cascotes como haciéndose un ovillo. La muerte tiene muchas formas de llegar, y esta fue la suya. Así la encontraron los hombres del Tercio del Sur, al pie de una estela roja escrita con los dedos en la pared como dibujando su propia muerte en un cuaderno de rayas.

Luisa Fernández Gil

En los jardines de la Porteña, el cadáver de Luisita abrió la madrugada. Cuando apareció su tío Francisco, con los brazos morados de remover escombros, en aquel solar de difuntos un velo negro como el tizón ocultaba su rostro. Era ella. La medallita que le regaló su padre muerto la delata: «De papá, con muchos besos. Luisita». Ese mismo día su madre se volvió loca. La trajeron dos guardias y un bombero, con el rostro descompuesto, sin fuerza en las piernas para sostenerse; y así la recibió también Pepita, su hija mayor, llamándola a voces entre aquellos árboles desramados: «¡Mamá, mamá, la niña ya ha aparecido!». Dos días después la enterraron en una de las muchas cajas de madera de pino que los carpinteros del depósito de Santa Rosalía hicieron durante la noche sin dormir, sin apenas descansar, en el nicho G, fila 1ª, patio 1º, de la línea Este de párvulos.

 

A Irene nadie fue a identificarla. Su hermano había salido volando por la habitación golpeándose de cabeza contra un muro. El abuelo estaba muerto. A Irene Blanco, su madre, la encontrarán malherida bajo los escombros de su hogar. Y su padre, Antonio, está aún peor. Veintiséis compañeros han caído, pero él no es uno de ellos y sobrevivirá después de veintinueve días en un hospital. A Irene, la «Niña», la hallaron las brigadas de desescombro con una viga clavada sobre el pecho, frágil, estremecedora, como la cría de un ave a los pies de un nido.

En los patios del cementerio, entre el olor a formol y descomposición, nadie acudió a reconocer el cadáver de aquella niña desconocida de cinco años que unos hombres habían bajado de un camión junto a otros muertos formando una hilera de desolación. Los fotógrafos civiles, inhalando el humo de los puros para disimular el hedor que inundaba los patios, le tomaron la fotografía número 22. Y la enterraron como una hembra sin identificar, en el nicho E, fila 1ª, patio 1º, de la línea Oeste de párvulos. Casi desnuda, en braguitas, el cabello claro recién peinado se parecía al de Luisita. Sor Pilar, que había estado mirando una a una las fotos de los niños de la Casa Cusa, se fijó también en la suya, y creyéndola una de sus albergadas la llamó Luisa Gil Fernández. Quizá no se detuvo en observar los detalles y no se dio cuenta de que a esa niña le faltaba un pendiente en el lóbulo derecho. La verdadera Luisita Fernández Gil acababa de ser enterrada horas antes después de haber sido identificada por su familia en los mismos jardines de la Porteña. Semanas más tarde, cuando los padres de Irene abandonaron el hospital nadie sabía nada de la «niña». ¡La niña, la niña, la niña! ¿Dónde estará la niña? ¿Quién la estará cuidando? La niña Irene…

Foto de Irene y su hermano en un anuncio del Diario de Cádiz

El 27 de agosto de 1947 su foto sonriente junto a su hermano Antonio apareció en las páginas del Diario de Cádiz. Sus familiares la buscaron desesperadamente con la esperanza de volverla a encontrar con vida. Pero nadie sabía nada de su paradero, nadie se presentó en los domicilios familiares de Sacramento ni Virgili para aportar alguna pista. Cuando a su padre Antonio le dieron por fin el alta a finales de septiembre, sus primeros pasos le condujeron al juzgado. Y allí, en la fatídica fotografía número 22 apareció la niña. No cabía duda. Días antes su madre le había retirado aquel pendiente que tanto daño le hacía y con el que no durmió su última noche. Solo un pendiente, el izquierdo. ¿Cuántos niños durmieron aquella noche con un pendiente solo? Su peinado era el mismo que su madre le hizo pocas horas antes de morir en aquella tarde calurosa y somnolienta del 18 de agosto, y el encaje de su camisita blanca era de un tejido diferente que el que vestían los niños de la Casa Cuna. Así lo reconoció Sor Pilar cuando fue citada de nuevo ante el juzgado, no solo por la forma de la camisa sino porque Luisita no llevaba pendientes. La búsqueda había concluido, pero quedaba por notificar el cambio al Registro Civil para sellar el círculo. Y no sabemos cómo ni por qué, no lo hicieron.

Setenta años después de la Explosión, julio de 2017, en el Registro Civil de Cádiz la niña seguía sin aparecer entre las inscripciones de defunción que llenaron las páginas de aquel tomo. En lugar de Irene figuraba una niña llamada Luisa Gil Fernández, que nunca existió salvo en la imaginación de Sor Pilar. La verdadera identidad de Irene se quedó atrás, entre papeles sueltos, en la Comandancia de Marina en la que se estuvo establecido provisionalmente el juzgado militar. Y de pronto, como guiados por su espíritu, los hermanos de Irene aparecieron como de la nada: Antoñito, el que dormía con ella aquella noche trágica, y los tres que nacieron después de la Explosión. Luisa, Juan Manuel y Encarnación. Los cuatro conservan el certificado que el juez Faustino Ruiz entregó a su padre el 15 de diciembre de 1948, dieciséis meses después de la muerte de la pequeña, y que conservó su madre hasta el fin de sus días. Cuentan que después de la Explosión su madre les hablaba de la «niña» como si nunca se hubiera ido, una niña vivaracha y despierta, la mayor de los cinco hermanos a los que les enseñó a imaginarla y a quererla. Y así fue. No faltó un solo día de difuntos en que Irene Blanco Cordones, su madre, no llevara un ramo de flores a la tumba de Irene, a rezar, a llorar, a hablarle ante su nombre grabado en la lápida. Cuando llegó el día en que ya no pudo hacerlo más, encargó a su hija Luisa el rito de adecentar el nicho de la «niña» y también el nicho en el que reposaban los restos de Luisita Fernández Gil, por si acaso su hermana estaba allí. Pero su padre no se equivocó. Mientras su pequeña Irene descansaba en paz, Antonio se desvivió en la tarea de corregir su identificación, acudiendo tantas veces como fuera necesario al juzgado, durante meses.

Ahora, setenta años después, quedaba por completar la labor de aquel padre desesperado, subsanando el error que nunca llegó a plasmarse en el Registro Civil. Y allí, de nuevo, Antonio, Luisa, Juan Manuel, Encarnación y el que suscribe, en nombre de sus padres, hicimos cumplir el último mandamiento del juez instructor de la causa militar de la catástrofe de Cádiz. La defunción de Irene Flores Blanco fue al fin inscrita el 31 de julio de 2017, la de Luisa Gil Fernández fue anulada definitivamente y la verdadera Luisa Fernández Gil sigue siendo la misma niña de preciosos bucles que recogieron aquella madrugada a los pies de una escalera.

[Este artículo está dedicado a la familia de Irene Flores Blanco y a los funcionarios del Registro Civil de Cádiz por no rendirse y por haber cumplido la misión de un padre que ha esperado tanto]

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