En junio de 1946, un avión de la USAF ―las fuerzas aéreas norteamericanas―, que acaba de despegar de Gibraltar, sobrevuela la bahía de Cádiz a plena luz del día. A bordo llevan un sistema fotográfico de altísima precisión, navegando en modo Doppler para mantener con la mayor exactitud posible una velocidad constante y un rumbo fijo. Franco lo sabe y la artillería antiaérea no va a disparar; ningún aparato de la fuerza aérea española va a interceptar al B-17 ni pedir que abandonen nuestro espacio aéreo. Por el contrario, un caza español, probablemente un Heinkel HE-112D, le sirve de escolta para que hagan estrictamente lo que han venido a hacer. Al fin y al cabo, el compromiso oficial es que el material resultante sea compartido con el Gobierno del país anfitrión.
Teniendo en cuenta la altura, unos 20.000 pies, la imagen del terreno es absolutamente nítida, casi perfecta. Aquella instantánea fue una de las 171 millones de fotografías que formaron parte del proyecto Casey Jones, concebido inicialmente como una misión de alto secreto tras el desembarco de Normandía, con el que los aliados se propusieron recomponer la nueva realidad cartográfica de una Europa desfigurada por la Segunda Guerra Mundial. Para Cádiz, con respecto a lo que había de ocurrir en la noche trágica del 18 de agosto de 1947, fue la última imagen, congelada en el tiempo, de cómo era el paisaje de extramuros antes de la Explosión, cuando las víctimas no sabían que lo que les quedaba por delante era tan solo un año de vida.
Bajo la uralita del almacén de minas número uno, las cargas de profundidad WBD alemanas vendidas a la Marina Regia italiana y desembarcadas furtivamente en puerto español momentos antes de su rendición en 1943, estaban en plena efervescencia. La nitrocelulosa, lo que los italianos llamaban fulmicotone, estaba tan descompuesta en su interior que el gas nitroso, cada vez más caliente, estaba a punto de estallar. El taller de maquinaría del astillero no distaba más de cien metros. Desde el aire, el parecido entre ambas edificaciones es sorprendente, casi paralelos entre sí. El almacén de minas número dos, ubicado dentro del taller de Lanchas Rápidas, se hallaba a veinte metros. Todo estaba en pie: el alargadísimo taller de forja y herrería de Echevarrieta; la Casa Cuna con su patio interior; los techos de la capilla del Sanatorio Madre de Dios; el rectángulo perfecto que identificaba al Instituto Hidrográfico; el chalet de Varela; la residencia de Manuel Paredes; la casa de las celosías; los jardines de la Porteña…
Pero había algo que faltaba, algo que ya no estaba en pie aquel verano de 1946. Las murallas de la Puerta de Tierra habían sido parcialmente derribadas y los escombros, retirados. El torreón había sido indultado por el Ministerio de Obras Públicas. ¿Cómo pudieron parar la onda expansiva un año después con aquellas dos anchas bocas de fuego abiertas de par en par? Indudablemente estas no fueron las “murallas salvadoras” a las que se refería la crónica de Martín Abizanda para la revista Semana, sino los glacis de Bahía Blanca, que apenas era un lujoso diseminado de catorce o quince chalés de hasta dos y tres plantas de altura, en medio de un secarral desarbolado muy lejos de parecer un vergel. Toda la energía liberada por el estallido se proyectó irremediablemente en forma de abanico hacia los astilleros, el puente de San Severiano y Tolosa Latour, y no en círculos concéntricos, como habría ocurrido en un llano donde se hubiera disipado por igual en todos los sentidos. Sí, salvaron a un parte de la ciudad, pero sacrificaron a la otra en nombre de todos.
El siguiente vuelo fotográfico que unos bimotores de la base aérea de Tablada realizaron sobre la zona devastada en la mañana del 20 de agosto de 1947 reflejaban el luto de una ciudad teñida de cenizas de trinitrotolueno; nada que ver con la vívida imagen del verano anterior. En el epicentro de la catástrofe, una “Y” ennegrecida y con forma de embudo marca el lugar en el que se hallaban apiladas las cargas de profundidad, causantes de la tragedia. Las minas del segundo almacén relucían con el sol, expuestas a sus rayos abrasadores. Lo único que no pareció resentirse es la chimenea de lo que iba a ser el taller de fundición de la fallida Fábrica Nacional de Torpedos. De la casa de las celosías solo quedó en pie la fachada delantera; el interior está completamente hueco. Bahía Blanca parece intacta en comparación con lo que se observa en dirección a la bahía.
En los astilleros, treinta y cinco hombres trabajaban en el taller de maquinaria. Las apresuradas noticias publicadas por los medios de comunicación nos dieron a entender que el armazón metálico de su tejado cayó desplomado y atrapó a quienes se encontraban debajo, sobreviviendo muy pocos y, sin heridas, ninguno. Pero un primer plano del avión del Ejército del Aire nos demuestra que, aun deformada por la parte oeste, la techumbre quedó sustentada sobre sus fuertes pilares de hierro y sobre el muro de la fachada contraria a la dirección de propagación de la onda expansiva. Lo mismo sucedió con el taller de fundición y el pabellón de modelos, donde desaparecieron las cubiertas, dejando a la vista esqueletos metálicos apoyados aún en los muros exteriores. Increíblemente, las estructuras de ladrillo aguantaron mejor de lo que cabía esperar, incluidas las tapias que separaban el astillero del barrio de San Severiano y la carretera. El reportaje permite estudiar con detalle el recorrido seguido por el juez de instrucción, Mariano de las Mulas, el fiscal de la Audiencia Provincial, Francisco Vedolla, el coronel de Ingenieros Joaquín Cantero y el teniente coronel del mismo cuerpo Ulpiano Iraizós. El reducido laboratorio químico, donde voces críticas contra el Régimen imaginaban peligrosos experimentos con armas nucleares desarrolladas por los nazis, era paradójicamente lo único que quedaba más o menos intacto. Aunque el edificio en el que se ubicaba aparece en las fotos seriamente dañado, la comisión judicial solo apreció roturas de ventanas y cristales y, en su interior, una mesa de trabajo, algunos pequeños enseres y un tubo de oxígeno “sin señales de explosión”.
Todo este dantesco escenario fue reconstruido en los años siguientes con el mismo planteamiento anárquico y sin concierto en que fue levantado. Se rumoreaba que los cientos de miles de toneladas de escombros dejados por la Explosión se aprovecharon en ese interludio para rellenar los fondos de la bahía a fin de crear un espacio urbanístico moderno, con altos edificios y grandes avenidas: la barriada de la Paz. Pero de nuevo, un avión norteamericano sobrevuela los cielos de Cádiz en noviembre de 1956 para devolvernos la realidad de la reconstrucción. La barriada de la Paz seguía siendo parte del mar y la orilla bañaba todavía la batería de la Segunda Aguada. El nuevo Instituto Hidrográfico ya ha sido terminado, sobre el suelo se levantan con claridad los techos de los nuevos talleres del astillero, salidos del bolsillo del empresario vasco Horacio Echevarrieta hasta arruinarse, y la Dirección General de Regiones Devastadas ha terminado prácticamente su trabajo. Y la Puerta de Tierra, al fin, tiene sus dos arcos.